
Y aunque, como en botica, se vio de todo, la impresión general es que la mayoría de los que siempre han derrochado lo siguen haciendo, y de una manera poco menos que obscena. Coches de medio millón de euros, viviendas de lujo asiático, y fiestas propias de Sodoma y Gomorra en las que el más lúcido llenaba una pistola de agua con champán de a 180 euros la botella para salpicar a las chicas. Pero la desfachatez llegó a su grado más elevado cuando una de las entrevistadas manifestaba no sentir pena por los pobres de siempre, “están acostumbrados”, sino por los ricos caídos en desgracia, porque sufren más. Decir estas cosas debería ser delito penal.
Por... Arturo Roa
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